Parte del recuerdo

Don Paquito

Corría el año… No me acuerdo. Pero corría como corre el tiempo. Como un galgo hambriento o como un gitano de los de siempre perseguido por la guardia civil de entonces. Sí recuerdo, en cambio, que era un domingo radiante de junio. La Iglesia parroquial de San Genaro lucía sus mejores galas, D. Caspurriétago y Dña. Serapia no cambían en sí de contentos. Iban a bautizar a su primogénito. Había nacido felizmente seis días antes y había pesado exactamente, tres kilitos. Ni un gramo más ni un gramo menos. Los padrinos, D. Francisco Chiripas Entuerto, magistrado de la ciudad, y Dña. Francisca Virutas de Chiripas rebozaban de gozo. El niño, necesariamente, debería llamarse Francisco. Como el de Asís. Y con sus tres kilitos y su carita de Serafín, ya antes del bautizo, empezó a ser llamado «Paquito». Seguiría ya para siempre el cariñoso diminutivo, porque el niño y el futuro hombre sería siempre menudito de cuerpo, aunque gigante de espíritu.

¡Je, je, je! ¿Se ríe usted D. Caspurriétago? – le pregunta Dña. Francisca de Asís  Albadalejo.- No, quiero decir, Ge, Ge, naro. – D. Caspurriétago era tartaja. Y su graciosa tartamudez le jugaba sus bromas.- «Pa, Pa». «El niño todavía no sabe  decir papá».- No, no es eso, lo estoy llamando Pa, Pa, quito. El bueno de D. Caspurriétago hablaba, a veces, de corrido, hasta que, según él decía se «encasquillaba».

Todos, admirados, se fijaron en un detalle precoz. Cuando el sacerdote, D. Sisebuto puso en la boquita del niño un poquito de sal, Paquito la lamió con fruición y enseñó su legüita  de jilguero. Todos exclamaron a una voz: «Este niño va ser la sal de Granada», porque efectivamente el encantador Paquito había nacido en la bellísima Granada, hijo y nieto de granadinos.

Paquito fue creciendo poquito a poco, hasta que se estancó y no quiso crecer más. Ya de siete años se sentaba graciosamente sobre un periódico y sus piernitas se mecían graciosas en el aire. No llegaba al suelo.

Con el tiempo, pero antes hay que contar muchas cosas, Paquito, sería el ilustre D. Paquito, con varias carreras contando las dos de sus dientes y con una inmensa fortuna. Heredero único y universal de sus padres y de sus padrinos que no tuvieron hijos y estaban como locos con su Paquito.

Si el bautizo de Paquito fue principesco, su primera comunión, siete añitos, fue regia. Paquito vestido de almirante y en su cabecita todo el Astete de pe a pa, porque Paquito era un niño precoz. Su tía Doña Eufemiana cantó en la misa el Ave María de Schuber, y lo hizo con maestría tan angelical, que casi se inunda la iglesia de lágrimas, teniendo que salir a toda prisa Casimiro el sacristán a llamar a los bomberos. Casimiro, «el tuerto del Abaicín», aunque no era tuerto, sino bizco, no miraba del todo, sino casi-miraba, y en sus corteses «casimiradas» cuando parecía  mirar a uno estaba hablando con otro. Le ocurrió en varias ocasiones: caminaba presuroso por la acera derecha de la concurrida calle Puentezuelas hacia la cafetería Victoria. ¡Pum! Tropezó con D. Pancracio y, Casimiro, un tanto indignado, le increpa: «Mire Usted por dónde nada». «Ande Usted por donde mira», le contestó el buenazo de D. Pancracio, coronel de artillería e íntimo amigo y contertulio de D. Caspurriétago. Cuando le contó a éste el suceso, D. Caspurriétago le hizo observar que el bueno del sacristán no era «miro», mi, mi, mi, sino ca, ca, casi mi. Todo pudo terminar bien, de no ser que algunos contertulios de la rebotica del famoso D. Ceregumil, exaltaron el sentido del honor del ilustre coronel y le incitaron a que retara a un duelo solemne a D. Casimiro. Dos padrinos, majestuosos y solemnes llevaron a fatal reto en mano a Casimiro cuando casimiraba por la Iglesia. Este no se acobardó. Se encomendó a la Virgen de las Angustias y señaló como campo de honor un bosquecito en un descampado, próximo a la que es hoy la calle Arabial. El duelo con pistola y a muerte. A las tres de la mañana del próximo martes. Era un 30 de febrero, ¡menos mal! de 1911. Se hicieron las advertencias de rigor. Se dieron trece pasos. Se volvió antes D. Casimiro, apunta con su pistola. Firme el pulso. Se oye el ruído trágico del disparo y el grito no menos trágico del disparo y el grito no menos trágico de D. Nicéforo, uno de los padrinos, blanco del desvío del cruce de ojos del sacristán. Le toca el turno al coronel, al advertir el defecto óptico de su adversario, se le conmueve el corazón… «Te perdono, Casimiro; dispararé al aire».  Y se acercó a una sombre, pensando que era la del sacristán.

Dispara al aire y, ¡ay, ay!, grita Casimirín, cayendo de la rama de un árbol, al que se había encaramado al observar que si él era bizco, el bueno del coronel era tan cegarato que no veía ni el pico del Mulhacén a cinco pasos.

P. Luis Vela Sánchez, S.J.

Navidad 1992

 

 

 

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